miércoles, 30 de noviembre de 2011

Te juro corazón, hoy manda la razón!
Cuéntame otra vez, la historia de esa niña que creyó, que todo era más fácil con amor...

martes, 29 de noviembre de 2011

Banalidad

Hoy sentí que mi cuerpo estaba vivo después de haberme pinchado con un clavo incansablemente el pie. Si muero de tétano quemen mis libros, entierren conmigo mi flauta traversa, toquen alguna canción de esas lloradas, contraten lloronas y regálenle mi cuadro comunista a algún idealista como yo.Además confieso que me gusta caminar en silencio porque sólo así puedo escucharme, confieso que hace mucho ya no camino ¿será para no escucharme?, confieso que me irritan las personas invasivas, las que no tienen filtro y las que te piden puchos sin control ¬¬
¿"el hombre que siente mucho habla poco"?
Espero morir antes de mi estúpida prueba ¬.¬

Tiempo, medida imaginaria (Díaz Varín)

martes, 22 de noviembre de 2011

La despedida

Y se despiden emocionados, dos grandes de las letras. Tanto pesar hoy se transforma en  tristeza y emoción. No podemos olvidar al grande que nos dejó hace meses, cuando la muerte se lo llevó, porque de seguro allá en el cielo, necesitaban de sus cuentos, novelas y poesías. A pesar de todo, es una pena. Tres grandes maestros que me enseñaron a valorar, respetar y por sobre todo a amar aun más el gran poder de la literatura...
"Aun recuerdo el trayecto de regreso a casa con el sr. Nelson Vergara, fueron unos cuantos  minutos donde bastaron un par de palabras para cambiar mi visión sobre tantas cosas" Gracias por todo señores!
Pd: No puedo dejar de mencionar que mi primer gran maestro fue usted sr. Pradines

lunes, 21 de noviembre de 2011

Sigo siendo una tonta grave...

Hay que confesar abiertamente a los señores. lectores que "x" profesor de literatura, que viste siempre con chaquetas del año 1, camina con los hombros bajos, repite constantemente "mmm", etc, etc, etc, y es mega aburrido, nos volverá locos con hispanoamericana y teoría literaria. Acúsenlo a él de los infartos cerebrales causados durante estos meses de clases, reclámenle a él por las horas sin dormir, por las 8 horas de eterno aburrimiento durante la semana. ¿Acaso no es un delito intelectual tener que leer "María" en una noche?, ¿tener que analizar un cuento basándose en autores que ni google encuentra?, ¿tener que aprender cuanto hay de romanticismo en Internet en un par de horas? ¿Acaso fue un pecado reprobar Hispanoamericana y tratar de aprobarla al mismo tiempo con teoría literaria? el único consuelo es girar mi cabeza durante las clases y encontrar con la mirada a las mismas almas dormidas de hace dos años, en ambas clases e igual de perdidos que yo... Esta noche la resignación me ha ganado ¬¬ soy tan LOOSER. "La flojera a vencido y la idiotez a escrito xD AMÉN

Adele - Rolling In The Deep

domingo, 20 de noviembre de 2011

Primer amor

"A veces el amor dura, pero a veces, en cambio, duele"

Lucero - Oscar Castro



"Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan intempestivo lugar, vuelve la cabeza y Rubén contempla por un momento sus ojos de agua mansa y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas erguidas. Las narices nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de secreta pesadumbre.

-Sujete bien su bestia, amigo-el otro afirma las riendas, desviando la cabeza de su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea nuevamente a Lucero en el cuello, y de un empellón inmenso, lo hace rodar al abismo."

Recortadas unas sobre otras, las cresterías de la cordillera barajan sus naipes pétreos hasta donde la mirada de Rubén Olmos puede alcanzar. Cumbres albísimas, azules hondonadas, contrafuertes dentados, enhiestas puntillas van surgiendo ante su vista siempre cambiantes, cada vez más difíciles al paso a medida que asciende. Antes de iniciar un repecho demasiado fatigoso, el viajero decide conceder un descanso a su cabalgura, que resopla ya como un fuelle. Y cuando se ha detenido, cruza su pierna izquierda por encima de la montura y despeña su mirada hacia el valle.

Primero le salta a la pupila el espejeo del río, que alarga con desgano su caprichoso serpenteo por entre pastizales y sembrados. Pasan luego sus ojos por sobre los cuadriláteros de unos cuantos potreros y busca el pueblo de donde partiera en la mañana. Allí está, escaparate de juguetería, con sus casas enanas y los tajos oscuros de sus valles. Algunas planchas de zinc devuelven el reflejo solar, tajeando el aire con plateado y violento resplandor.
Con un aleteo de párpados, Rubén Olmos borra la imagen del valle y examina a su cabalgadura, cuyos mojados ijares se contraen y elevan en rítmico movimiento.

-¿T'estay poniendo viejo, Lucero? -interroga con tono cariñoso. Y el animal gira su cabeza negra, que tiene una mancha blanca -plagio de una estrella- en la frente, como si comprendiera.

-Güeno, también es cierto que harto habís trabajao; pero te quean años de viajes, toavía. Por lo menos, mientras la cordillera no se bote a mairastra...

Torna a mirar la mole andina, familiar y amiga para él y Lucero; no en balde la han atravesado durante once años. Rubén Olmos, encandilado un poco por la llamarada blanca del sol en la nieve, piensa en sus compañeros de viaje y en la ventaja que le llevan. Pero no le concede importancia al detalle: está cierto de darles alcance antes de que anochezca.

-Siempre que vos me acompañís; la'e no vamos a tener que alojar solitos -manifiesta al caballo, completando su pensamiento.

Rubén Olmos es baqueano antiguo. Aprendió la difícil ciencia junto a su padre, que desde niño lo llevó tras él por entre peñascales y barrancos, pese a sus rebeliones y a la desconfianza que le inspiró al comienzo la cordillera. Cuando el viejo murió -tranquilamente en su cama-, el patrón de la hacienda lo designó a él como reemplazante. Cruzó por lo menos cien veces esta barrera, que al principio se le antojara inexpugnable, y trajo arreos numerosos de ganado cuyano, siempre en buenas relaciones con la fortuna.

Eligió a Lucero cuando éste era todavía un potrillo retozón y él mismo tuvo a su cargo la tarea de domarlo. Desde entonces nunca quiso aceptar otra cabalgadura, a pesar de que su patrón le regaló dos bestias más, de mayor empuje al parecer, y de superiores condiciones. Este caballo ha sido para él una especie de mascota a la que se aferró la superstición de su vida siempre jugada al azar.

El baqueano, habituado a la lucha épica contra los elementos, antes que por las hembras se apasionó por el peligro. Con instintiva sabiduría puso su devoción en un bruto, presintiendo quizás que de él no podía esperar desaires ni traiciones. Si un día le dieran a elegir entre la vida de su hermano y la de Lucero, vacilaría un rato antes de decidirse. Porque el animal, más que un vehículo, significó desde el comienzo un amigo para él. Fue algo así como la prolongación de sí mismo, como la vibración de sus músculos continuando en los tendones de Lucero.

Rubén Olmos nació con la carne tallada en dura sustancia. Sintió la vida en oleadas galopándole las rutas de su ser. Arriba de un caballo fue siempre el que conduce, no el que se deja llevar. Y esta fuerza pidió espacio para vaciarse; ninguno pudo resultarle más propicio ni más adaptado a sus medios que la tumultuosa crestería de los Andes.

Mirado sin atención, el baqueano es un hombre como todos. A lo sumo, da sensación de confianza en sí mismo.
Debajo de su piel cobriza y de su nariz achatada asoma la evocación de algún indio, su antepasado. Su risa no tiene resplandores; se le oscurece en los ojos y, a lo más, blanquea en la punta de sus dientes. Apacentador de soledades, aprendió de ellas el silencio y la profundidad. Con Lucero se entiende mejor que con los humanos. Será porque el caballo no responde. O porque dice siempre que sí con sus ojos tiernos y húmedos. ¡Vaya uno a saber...!

-Güeno, ahora vamos andando.

Asentados sus cascos en cualquier hendedura, el caballo enfila en dirección al cielo. El jinete, inclinado hacia adelante, lleva el compás del balanceo. Ruedan piedrecillas hacia las profundidades y tintinean las argollas del freno. Y Lucero, tac–tac–tac, arriba, por fin, a la cima, tras caminar un cuarto de hora.

En la altura, el viento es más persistente, más cargado de agujas frías. Resbala por la cara del baqueano. Busca cualquier hueco de la manta para clavar su diente. Sin embargo, la costumbre inmuniza al hombre de su ataque. Y por más que el soplo insiste, no consigue inmutarlo.

Traspuestas unas cuantas cadenas de montañas, ya no se divisa el valle. Hay cerros hacia donde se vuelve la mirada. Y arriba, un cielo frágil, puro, más azul que el frío del viento, manchado apenas por el vuelo de un águila, señora de ese predio inabarcable.

La soledad de la altura es tan ancha, tan diáfanamente desamparada, que el viajero siente a veces la leve sensación de ahogarse en el viento, como si se hallara en el fondo de un agua infinitamente liviana. Pero el hombre no tiene tiempo de admirar las perspectivas magníficas del paisaje. Ni esta atmósfera que parece una burbuja translúcida; ni el verde rotundo y orquestal de las plantas; sin la sinfonía de pájaros e insectos que ascienden en flechas finas hacia la altura, dicen nada a su espíritu tallado en oscuras sustancias de esfuerzo y decisión.
Desde una puntilla que resalta por sobre sus vecinas, Rubén Olmos explora el sendero con la esperanza de divisar a quienes lo preceden. Pero la mirada vuelve vacía de este peregrinaje. El hombre arruga la boca. Sus cuatro compañeros, que partieron de la hacienda una hora antes que él, le han tomado mucha ventaja. Tendrá que forzar a su pingo.
A su paso van surgiendo lugares conocidos: La Cueva del León, la Puntilla del Cóndor; la Quebrada Negra. "-Mis compañeros pueen tar esperándome en el Refugio 'el Arriero" -piensa, y aprieta las espuelas en las costillas de Lucero.
El sendero es apenas una huella imprecisa, en la cual podrían extraviarse otros ojos menos experimentados que los suyos. Pero Rubén Olmos no puede engañarse. Este surco anémico por donde transita, es una calle abierta y ancha que conduce a un fin: la tierra cuyana.
A medida que asciende, la vegetación cambia de tono. Se hace más dura y retorcida para resistir los embates de las tormentas. Espinos, romerillos, quiscos filudos, ponen brochazos nocturnos en el albor de la nieve. La soledad comienza a tornarse cada vez más blanca y honda, revistiéndose de una majestuosa serenidad. El sol, ya soslayado hacia Occidente, forcejea por tamizar su calor a través del viento.
Cambia de pronto el decorado, y el caballo del baqueano desemboca en un inmenso estadio de piedra. Dos montañas enormes enfrentan sus paréntesis, encerrando un tajo cuyo fondo no se divisa. Parece que un inmenso cataclismo hubiera hendido allí la cordillera, separándola de golpe en dos.
El jinete detiene a Lucero. El Paso del Buitre ejerce una extraña fascinación en su mente. A los quince años, cuando lo atravesó por vez primera, se le ocurrió mirar hacia abajo, pese a las advertencias de su padre, y al cabo de un momento, vio que la hondonada empezaba a girar semejante a un embudo azul. Algo como una garra invisible lo tiraba hacia el abismo, y él se dejaba ir. Por fortuna, el taita advirtió el peligro y destruyó la fascinación con un grito imperioso: "-¡Güelve la cabeza, baulaque!" Desde entonces, a pesar de toda su serenidad, no se atreve a descolgar sus ojos hacia aquella profundidad insondable.
Además, el Paso del Buitre tiene su leyenda. No puede ser atravesado en Viernes Santo por un arreo de ganado sin que ocurran terribles desgracias. También su padre le advirtió este detalle, contándole, como ilustración, diversos casos en que la sima se había tragado reses y caballos de modo inexplicable.
En verdad, el paso es uno de los más impresionantes que puede presentar la cordillera. El sendero tiene allí unos ochenta centímetros de ancho: lo justo para que pueda pasar un animal entre el muro de piedra y el abismo. Un paso en falso... y hasta el Juicio Final.
Antes de aventurarse por aquella repisa suspendida quién sabe a cuántos metros del fondo, Rubén Olmos cumple escrupulosamente la consigna establecida entre los transeúntes de la cordillera: desenfunda su revólver y dispara dos tiros al aire para advertir a cualquier posible viajero que la ruta está ocupada y debe aguardar. Los estampidos expanden sus ondas por el aire diáfano. Rebotan en las peñas y vuelven, multiplicados, hasta los oídos del baqueano. Tras un momento de espera, el jinete se decide a reanudar su viaje. Lucero, asentando con precisión sus cascos en la roca, prosigue la marcha, sin notar, al parecer, el cambio de fisonomía en la ruta.
-¡Caballo lindo! -musita el hombre, resumiendo en esas palabras todo su cariño hacia el bruto.
Lo que ocurre enseguida nunca podrá olvidarlo Rubén Olmos.
Al salir de un recodo cerrado, el corazón le da un vuelco enorme. En dirección contraria, a menos de veinte pasos, viene otro hombre, cabalgando un alazán tostado. El estupor, el desconcierto y la ira se barajan en el rostro de los viajeros. Ambos, con impulso maquinal, sofrenan sus caballos. El primero en romper el angustioso silencio es el jinete del alazán. Tras una gruesa interjección, añade a gritos:
-¿Y cómo se le ocurre metes'en el camino sin avisar?...
Rubén Olmos sabe que con palabras nada remediará. Prosigue su avance hasta que las cabezas de los caballos casi se tocan. Enseguida, saca una voz tranquila y segura del fondo de su pecho:
-El que no disparó jue usté, amigo.
El otro desenfunda su revólver, y Rubén hace lo mismo con rapidez insospechada en él. Se miran un momento fijamente, y hay un chispazo de desafío en sus ojos. El desconocido tiene unas pupilas aceradas, frías, y unas facciones acusadoras de voluntad y decisión. Por su exterior, por su seguridad, parece hombre de monte, habituado al peligro. Ambos comprenden que son dignos adversarios.
Rubén Olmos se decide por fin a establecer que la razón está de su parte. Empuñando su arma con el cañón hacia el abismo, para no infundir desconfianza, extrae las balas, presentando un par de vainillas vacías.
-Aquí'stán mis dos tiros -expresa.
El desconocido lo imita, y presenta, igualmente, dos cápsulas sin plomo.
-Mala suerte, amigo; disparamos al mismo tiempo -expresa el baqueano.
-Así es, compañero. ¿Y qué hacimos ahora?
-Lo qu'es golver, no hay que pensarlo siquiera.
-Entonces, uno tiene que quearse de a pie.
-Sí, pero... ¿Cuál de los dos?
-El que la suerte diga.
Y sin mayores comentarios, el jinete del alazán extrae una moneda de su bolsillo y, colocándola sin mirarla entre sus manos unidas, dice a Rubén Olmos.
-Pida.
Hay una vacilación inmensa en el espíritu de Rubén. Aquellas dos manos unidas que tiene ante los ojos guardan el secreto de un veredicto inapelable. Poseen mayor fuerza que todas las leyes escritas por los hombres. El destino hablará por ellas con su voz inflexible y escueta. Y, como Rubén Olmos nunca se rebeló ante el mandato de lo desconocido, dice la palabra que alguien moduló en su cerebro:
-¡Cara!
El otro descubre, entonces, lentamente, la moneda, y el sol oblicuo de la tarde brilla sobre un ramo de laureles con una hoz y un martillo debajo: el baqueano ha perdido. Ni un gesto, sin embargo, acusa su derrumbe interior. Su mirada se torna dulce y lenta sobre la cabeza y el cuello de Lucero. Su mano, después, materializa la caricia que brota de su corazón. Y, finalmente, como sacudiendo la fatalidad, se deja deslizar hacia el sendero por la grupa lustrosa del caballo. Desata el fusil y el morral con provisiones que van amarrados a la montura. Quita después el envoltorio de mantas que reposa sobre el anca. Y todo ello va abriendo entre los dos hombres un silencio más hondo que el de la soledad andina.
Durante estos preparativos, el desconocido parece sufrir tanto como el perdedor. Aparentando no ver nada, trenza y destrenza los correones del rebenque. Rubén Olmos, desde el fondo de su ser, le da las gracias por tan bien mentida indiferencia. Cuando su penosa labor ha finalizado, dice al otro, con voz que conserva una indefinible y desesperada firmeza:
-¿Encontró en el camino a cuatro arrieros con dos mulas, por casualidad?
-Sí, en el Refugio'staban descansando. ¿Son compañeros?
-Sí, por suerte.
Lucero, sorprendido tal vez de que se le quite la silla en tan intempestivo lugar, vuelve la cabeza y Rubén contempla por un momento sus ojos de agua mansa y nocturna. La estrella de la frente. Las orejas erguidas. Las narices nerviosas... Para decidirse de una vez, echa al aire su voz cargada de secreta pesadumbre.
-Sujete bien su bestia, amigo-el otro afirma las riendas, desviando la cabeza de su alazán hacia el cerro.
Entonces, Rubén Olmos, como quien se descuaja el corazón, palmotea nuevamente a Lucero en el cuello, y de un empellón inmenso, lo hace rodar al abismo.

Adele - Someone like you - Español

sábado, 12 de noviembre de 2011

Maldita jaqueca, siempre es el último punto seguido de un mal día, el punto final siempre termina siendo un ataque de ira incontrolable o un mar de sollozos mudos que terminan ahogados en algún rincón de mi cama, y todo es porque por lo general la pasión me inunda cuando no puedo controlar esto que no sale de mi cabeza.
Es como si hubieran depositado kilos y kilos de mal humor, tristeza y pasión dentro de mi conciencia y mi alma. Les juro que no sé cómo controlar esto, es como esa canción irritante que se queda pegada, es como ese malestar físico que nos incomoda pero no logramos saber en que lugar de nuestro cuerpo está.
En días como este, donde me levanto con confusiones inventadas que luego, a medio día  se transforman en mal humor, todo se vuelve negro. La soledad me empuja para que tropiece con la apatía, es así como sin controlarlo puedo desgarrar incluso los pétalos de la flor más linda, es así como con una mirada podría herir a alguien o incluso arrebatarle más de alguna lágrima a una de las personas que más amo. En días como este, podría escaparme junto a la soledad e intentar morir de vieja en algún lugar recóndito. Podría desprenderme del amor de mi vida y morir ahogada de desamor. En días como estos, podría insultar al personaje más respetado en mi vida si es que no me entiende.
Cuando el día se apaga, todo el mal humor se transforma en tristeza, esa tristeza que te hace añicos el pecho y más aun los pensamientos, ¿la solución? siempre la misma, es un sentimiento firme, casi por inercia mi cabeza crea ese mapa mental de los pasos a seguir, incluso puedo sentir la libertad que me regalaría ese plan  que casi siempre se vuelve nada. Serían menos de 15 minutos, todo estaría en hacer caso a la ironía que aprieta mi corazón en aquel momento, desencadenar el final y mi pequeña libertad a esto que yo, les juro, no sé manejar...
En días sucesivos a estos, incluso podría correr 3 maratones seguidas, hacer caritas para regalarle una sonrisa al que se encuentra triste, etc. es como si estuviera pegada en el techo.

viernes, 11 de noviembre de 2011

Día de la apatía

Todo es tan relativo, no es que recuerde sino que no olvido. Eso es el perdón, recordar sin dolor... (8)


Es un lindo día a pesar de tener un derrame gigante en el ojo, de haber tenido una mongólica prueba de didáctica y de haberme levantado temprano... 


Ríe, llora, que a cada cual le llega su hora. Ríe, llora, vive tu vida y gózala toda. (8) 
Feliz fin de semana al que lee.


Sr. no insista con que soy seria, simplemente a mi cara le cuesta esbozar una sonrisa cuando una de sus bromas mediocres entra por mis oídos y se disuelve en alguna laguna mental próxima a mi sentido del humor.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

domingo, 6 de noviembre de 2011

No tengo ni una milesima de encanto, porque;
mi pelo siempre está desordenado,
la pintura de mis uñas desgastada,
la mayoria de las cosas me salen al revés,
las desgracias más aisladas me ocurren,
mis palabras siempre están enfermas de colera o demasiada pasión,
mis pensamientos siempre están encajados en algún extremo.
No tengo ni una centesima de encanto, porque;
mi cabeza siempre esta cansada,
me despierto cada mañana con ganas de dormir,
no hay minuto en el que no piense acostarme para seguir soñando.
No tengo ni un poquito de encanto, porque;
siempre estoy de mal humor,
todos los conductores del universo manejan mal,
siempre hay un dolor corporal que me aqueja,
siempre me ha acosado la poca popularidad,
no cumplo con los canones de belleza extrema,
mi sentido del humor se clasifica en la ironía que es mal mirada,
me rio de lo que no es gracioso para las masas,
soy seguidora de lo olvidado...
No tengo nada de encanto
porque nadie sabe, que me encanta manejar con la ventanilla abajo para que el viento golpee mis energias escondidas,
porque pocos me han visto correr cuando un bicho se posa en mi hombro,
porque pocos podrían contar que tengo una obsesión a las peliculas de terror,
porque pocos entienden mi doloroso gusto por los piercing y tatuajes,
Sólo algunos saben que mi locura hace que la luna me asombre cuando esta llena,
que el miedo a la oscuridad no se haya ido a pesar de mis 21 años,
sólo algunos saben que mi encanto está bien escondido bajo mi cara de descontento social.
Muy pocos disfrutarían sabiendo que mi único encanto podría ser el desencanto.

sábado, 5 de noviembre de 2011

EL TESORO DE LOS CARACOLES

¿Qué es eso de sentirse mal porque otro te mira feo? Jamás habíamos comprendido lo que era ese don de sentirnos mediocres pero tener el valor de irónicamente, (conservando parámetros de respeto),  burlarnos de esos que parecen almas perdidas porque logran ser nada teniendo todo para ser TODO. Era melancólicamente chistoso ver su mirada de furia, que hacía arder mi frente cuando sus malos pensamientos me daban golpecitos de palma desde la distancia. Fue extraño descubrir por primera vez, que alguien deseaba lo que yo tenía o imaginaba que tenía, lo que no tenía, lo que anhelaba y lo que no me gustaba. Estamos hablando de un amor que me mató cuando se transformó en desamor, de una tonelada de tristezas que no lograba comprender en el momento, de amorcitos falsos que alguna vez me conquistaron por treinta segundos, de una amor platónico 30 kilómetros de vida mayor que yo, de la nebulosa fantasía de ser escritora, de un par de cicatrices que me dan una honda rara, un genio más cambiante que el clima y miles de cosas que hacen que mi vida sea extraña. Por eso era raro comprender por qué ella se daba el tiempo de odiarnos o quizás amarnos al punto de envidiarnos. Era cómico ver como a diario se mimetizaba con nuestro gusto por ser nada para pasar desapercibidos, ¿quién querría ser como nosotros? Nadie, sólo ella, la señora envidia, esa misma que hace algunos meses atrás me tenia escribiendo sobre ella por primera vez.
Espero señora envidia, que también desee mis desganos, mis enfermedades, mis días de furia y mis sueños rotos, así yo podría abrir mi ventana y sentirme libre otra vez.



PD: Que alguien le diga al sol que no me ataque otra vez,
       Que alguien le grite a la primavera que se lleve sus depresiones y suicidios colectivos pronto,
        Que alguien le diga al volcán que ya no estornude ceniza (es estúpido lavar el auto si el sr. Volcán se burla de mi y lo ensucia 5 minutos después de terminar mi ardua labor),
       Que alguien le diga al amor que los finales no existen para que ya no duela,
       Que alguien lea el libro de acentuación y puntuación por mi para que luego me lo cuente ¬¬
       Que alguien le diga a los desagradables que se vuelvan piedras para poder tirarlos al mar =)




PD: no soy irónica, ¿quién dijo eso? a ver....