jueves, 2 de septiembre de 2010


La gente insiste en que le gusta la soledad, que prefiere estar muda, pasearse con el ceño fruncido durante las 24 horas del día si es necesario para que nadie le dirija la palabra, y si por el contrario alguien se atreve a dirigirle una de esas preguntas banales, tensa más aun el espacio que hay entre sus cejas, fija los ojos disfrazándolos de furia y responde apática a esa persona que a interrumpido su sublime silencio y solo se pueden esperar dos apáticas respuestas, un sí o un no.
Es por todo esto que la gente insiste en que le gusta la soledad, lo mismo piensan los más cercanos y sus familiares. Ellos escapan por días enteros de su irritante mirada. Muchas veces prefieren ignorar sus caprichos y sus constante cambios anímicos.
Un día sentado en la banca de enfrente a la suya, en una placita que sólo era visitada en verano por la gente de la ciudad, estaba ella justo frente a mi. No sé pero no tenía la mirada tensa, a simple vista pude darme cuenta que estaba un poco triste, pero no quise seguir mirándola de reojo, no quería ser aniquilado con su mirada siempre a la defensiva.
Al pararme para irme, pasé a su lado, como era de esperarse, me miró con desprecio y siguió atenta leyendo un libro pero no logré distinguir el título.
Ahora puedo darme cuenta que jamás estaba enojada, recuerdo su mirada siempre dura, esquiva pero atenta.
Si pudieran saber lo que sentí al leer todo lo que había escrito en la colección de la tapitas de sus libros.
Mucho tiempo después, me confesó que pocas veces terminaba de leer los libros que siempre acostumbraba a traer en su bolso, sólo los llevaba consigo para leer entre líneas y disfrazar su soledad pública en los parque, plazas o en cualquier lugar en que decidiera pasar un rato y olvidar sus recuerdos por un momento.
Ella solía anotar en las tapas interiores de los libros lo que pensaba o sentía en el momento, por eso cada semana llevaba un libro nuevo junto a ella.
Fue tan triste, intrigante, aturdidor, no lo sé, fue duro encontrar su rostro pegado a una nube, con los ojos entrecerrados y sus labios acomodados para lo que al parecer quería ser una sonrisa. Junto a su rostro libre de ese ceño siempre fruncido, estaba el libro de turno, liviano y en la contratapa decía: "ya no voy a protegerme más" ..... continuará

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